Apología fugaz de Jorge Rojas-Yorguantay

La literatura se origina en el silencio, 
se compone de silencio y se dirige hacia
el silencio. El no-verbo es su única esencia.
RAQUEL M. MILANNI

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El cadáver desmembrado de Jorge Daniel Quispe Rojas-Yorguantay (autor del reciente y accidentado poemario Kilómetros púrpuras) apareció, hace ya varias semanas, en el parque ovetense Ángel Cañedo. La noticia no trascendió a instancias nacionales ni internacionales: los medios de comunicación masivos se extenuaron en un silencio insólito que ningún asturiano comprendió, que nadie supo encajar livianamente y que todos aceptaron con ira, amargura y resignación a partes iguales. Aún hoy se desconocen las razones por las que Rojas-Yorguantay fue diseminado en más de diez mil pedazos de carne, huesos y cartílagos; se ignoran los sucesos que motivaron que, ora un trocito de hombro, ora uno de nariz, ora otro de cráneo aparecieran, así como de súbito, aquí, allá o acullá dispersos por los disímiles montículos, arboledas e instalaciones del viejo parque vetustano. Encima de la rugosa rama de un chopo hallaron algo semejante al cuero cabelludo deshilachado; bajo una mesa de madera carcomida por las termitas encontraron una rótula ensangrentada y pálida; entre las angostas patas de una papelera hedionda rebosante de mierda, algunos vecinos vieron cómo una horda de perros y gatos nocturnos mordisqueaban salvajemente un dedo perdido. Más allá de la veintena de testimonios que describen la consumada fragmentación, los inspectores de la Guardia Civil no han logrado averiguar cómo fueron las últimas horas de vida del escritor ecuatoriano. He de advertir que, a día once de febrero de dos mil veintidós, un desconocido descuartizador frenético, sorpresivo y despiadado deambula por vuestras calles, por vuestros campos, por vuestras arterias y por las lenguas con que humedecéis el jugoso y acolchado chuletón que ahora mismo os estáis llevando a la boca. Tened mucho cuidado, por favor. Sobre todo, vigilad a niños y personas con dificultades. Gracias.

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A continuación, voy a copiar una nota biográfica sobre Rojas-Yorguantay incluida en Pájaros de azufre: antología comentada de poetas anónimos, libro que Diego Godián ha preparado con esmerada dedicación. Creo que los escasos datos ofrecidos son más que suficientes para empatizar con la humanidad del escritor. Ante el desconocimiento, la desafección y la injusticia yo izo aquí la bandera del grito, el estandarte de la condena: «Jorge Daniel Quispe Rojas-Yorguantay (1960-2022) nace en Zaruma, Ecuador. En 1976 se traslada a Oviedo: allí se impregna de la doctrina del Materialismo Filosófico, irguiéndose como uno de los principales colaboradores de la revista El Basilisco. Tras realizar varios trabajos de sociología como La ventana amarilla: análisis integral de la situación distáxica de los poblados guineanos en manos de Yamamo Bambabo (tirano del sur de la región del Tumbambo del Este) y El hígado gaseoso: cuestiones oblicuas a la gastronomía apotético-piramidal de lo visto/olido inscrita en Fragskersttiëmh (ambos de 1999), se lanza a publicar un libro de cuentos inspirados en la poesía de Nicanor Parra: Kilómetros púrpuras (Editorial Edad, 2000). Gustavo Bueno, en una entrevista realizada por La Voz de Asturias, dice lo siguiente sobre dicha obra: «Yo aprecio de verdad las ideas de Jorge, pero lo que ha hecho carece de valor literario, así de claro. Es más bien una papilla vanguardista que otra cosa. Muy bien… pues que se dedique mejor a lo suyo y se deje de marear cernícalos, por Dios». Ante tales comentarios, Rojas-Yorguantay empieza a reescribir y fragmentar su libro hasta convertirlo en una suerte de antología (conformada por piezas líricas muy extensas y prosaicas, y otras extremadamente breves) que corrige en silencio durante veinte años. Tardíamente, su poemario (de título homónimo) sale a la luz en noviembre de 2021, publicado por la editorial Temas de Hoy. Dos meses más tarde, el autor ecuatoriano muere en extrañas circunstancias: su cuerpo aparece descuartizado en el parque Ángel Cañedo. Su mano derecha, sus orejas y la parte inferior izquierda de pene aún no se han encontrado» (28).

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No quiero cesar en mi empeño de rememoración desbocada, de presentificación de la desgracia ignota e íntima, hundida entre las aguas silenciosas de un tiempo que nos desuella. Por eso ayer, alrededor de las ocho de la tarde, compartí un antiguo relato de Rojas-Yorguantay en un taller de escritura creativa. Lo hice por compasión o compromiso: leer públicamente textos del autor ecuatoriano constituye una buena forma de alzar la voz contra la pasividad que gran parte del mundo ha mantenido para con su extravagante tragedia. La narración, fechada en el año dos mil, carece de título. Habla sobre un abuelo, un nieto y un ascensor cuyo trayecto hacia arriba se torna casi infinito y en el que, en palabras wasaperas de mi amigo Charls, puede adivinarse una cápsula del tiempo-irreversible-carcelario-angustioso-hacialatumba. En ese reducido espacio (se sobreentiende que el aparato se ubica en un tanatorio), el anciano intenta explicarle al niño, a modo de consuelo psicológico-didáctico, cómo fueron las horas posteriores a la muerte del bisabuelo (es decir, a la muerte del padre de ese mismo anciano, ancestro lejano del niño), pues el padre de éste último acaba de fallecer (tiempo de la diégesis) en las mismas circunstancias que el bisabuelo. De manera simétrica, a su abuelo –al que llamaremos, por ejemplo, Adelio– también le tocó sufrir una pérdida muy sensible en una edad impropia; por ello, el octogenario reedita los recuerdos de aquel distante penar. Finalmente, mediante una circularidad de espejos que se imbrican entre sí, la pequeña obra ofrece (según mi incompleta e infundada exégesis, y quiero recalcar lo de incompleta e infundada hasta rabiar, pues me muevo en ámbitos intuitivos) una alegoría de lo que la muerte y la subsiguiente ausencia significan para los infantes: hechos incomprensibles e inasibles, repletos de desconciertos e incógnitas irresolubles. (Véase en el próximo apartado la trascripción del susodicho relato).

*       *       *

Fue en un ascensor parecido a éste; ahora me veo reflejado en tus ojos de niño, en tus ojos severos y lúcidos como dos serpientes azules; recuerdo el frío calando entre la ropa, entre la bufanda verde y larga de la bisa: era de lana dura, ella la hizo con una maraña de gélidos hilos y un par de agujas tan largas como la aurora; siempre, tras empezar el otoño, nos hacía prendas nuevas; cada año comenzaba su labor con una sonrisa en el rostro y, sentada silenciosa en su sillita, las horas se le posaban en el pecho como nieve que cae con suavidad; yo jugaba entre sus tobillos pero ella seguía derramada en la quietud y cuando dirigía sus ojos hacia mí esbozaba una mueca tenue, de consentimiento y calidez generosa; sin embargo, aquellos días estaban siendo tristes: la bisa palpó una ausencia y me la untó por el rostro cual grasa cruda de cerdo; hoy estamos aquí otra vez…, hemos regresado a este edificio porque, de nuevo, he notado una densa negrura filtrándoseme por las grietas de la carne… recuerdo que, entonces, mi tío me trajo a este mismo lugar: al abrir las puertas vi a un grupo numeroso de personas que rodeaban a mi abuela y a mi primo, pero yo permanecí callado; la bisa, con la voz llena de pausas, me dijo que me dirigiese a la planta tercera con un señor que tenía las orejas llenas de roña, asentí y en tanto que recorríamos los pasillos recordé la voz de mi papá, su mano gruesa y carnosa, su fuerza de nervios que se erizan tras ser aplastados por la luna, mas todo acabó rápido; nos adentramos en un ascensor marrón con parqué en las paredes y el suelo violeta, alfombrado y distante, sin espejos que lo hicieran infinito ni incrustaciones de metal ni carteles de advertencia; yo miraba la cara del señor: me decía que iríamos a un lugar divertido donde poder jugar y, agachándose despacio, acariciaba el camioncito que sostenía en mi mano izquierda; a continuación, me preguntaba cosas sobre mí, sobre el aire, sobre el alma, sobre el clima, sobre el sol abrasador de los desiertos / que raspa y carcome y desintegra los débiles húmeros humanos; así pasaron los segundos los segundos los segundos / los minutos los minutos los minutos los minutos / las horas las horas las horas las horas las horas / el tiempo el tiempo el tiempo el tiempo el tiempo y los tiempos / entre esas cuatro paredes, y subíamos subíamos subíamos subíamos subíamos subíamos subíamos como si nos dirigiéramos a un satélite orbital sin término ni forma  / o a una bahía andromedana / donde olas de amianto y piedras invisibles / hallan una extraña y silenciosa eternidad; no paraba no paraba no paraba no paraba no paraba de ascender: la voz del hombre parecía serena y su cara se teñía cada vez de más y más brillo; de súbito, miró hacia el suelo, se tumbó y empezó a jugar bruscamente con los dedos de mis pies: sus gestos eran vivarachos y alegres; a la vez que pronunciaba cosas ininteligibles, ejercía con sus uñas una presión insoportable sobre la yema de mis diminutas extremidades como queriendo palpar la base ósea de mis falanges; sólo la finalización del trayecto pudo disolver aquella situación: el aparato se detuvo, las puertas se abrieron y aquel señor ya se separaba de mí, ya me decía adiós con la mano y con las muelas putrefactas de su boca; ya se volteaba y desaparecía en el fondo carmesí de una estancia que he olvidado; ya me quedaba solo en ese ascensor y las puertas se cerraban de nuevo; ya una voz mecánica decía / planta tercera / y se abría ante mí un piso repleto de juguetes, de bebés y de mayores con ellos; de niños que jugaban / y corrían   

y se lanzaban como flechas de luz por cien toboganes silvestres                                  
mientras otros se columpiaban con la ayuda de los saltamontes
y los ancianos se acariciaban la piel con atunes blancos recién salidos del mar
y los loros me observaban con un rubor intensamente azul en sus picos.
Allí me quedé yo: me divertí mucho hasta la llegada de la bisa;

y cuando la vi llegar / con sus pasos distraídos y gráciles / con su bufanda atravesada por el hielo / agarré su mano como me la estás agarrando tú ahora mismo

y nos dirigimos hacia casa.
Nunca me atreví a preguntarle quién era ese señor ni por qué nos sobrevolaba, insoslayable, una ausencia que desconocía.

Desde aquella tarde         
dos bufandas verdes  
descansan sobre mi mesilla de noche.

*       *       *

Terminé la lectura. El profesor y mis compañeros de taller se mantuvieron varios segundos en lacónico silencio al igual que si hubieran oído estallar una bomba atómica en medio de una guardería llena de flores y bebés recién dormiditos en su cunitas rosas. Yo sabía lo que estaban pensando: ese cuento era, como bien dijo Gustavo Bueno, un pastiche vanguardista, una incomprensible maraña de gélidos hilos sin pies ni cabeza, sin sentido ni significados interesantes, sin poder trascendente o valor estético alguno. Ante esa nefasta, cruenta y descortés idea, sacaron a relucir una acendrada bohonomía que el texto no ameritaba: realizaron el fingido esfuerzo de preguntarme acerca del relato de Rojas-Yorguantay como si, por casualidades o azares del destino, yo tuviera la capacidad innata de regresar al pasado para fundir mi psique con la del escritor ecuatoriano y, más tarde, traerles a ellos, cual Prometeo en chándal, las buenas nuevas de las relaciones ocultas, las conexiones iluminadoras y las interpretaciones clarificantes. Pero no. Yo no sé qué quiso hacer Yorguantay con ese cuento. No sé qué quiso decir, en realidad, a través de su plasmación. Y tampoco me importa lo más mínimo. ¡No lo sé!, ¡jamás nadie lo sabrá! De hecho, él mismo lo destruyó años después. Yo sólo leí el relato para efectuar una protesta, para pegar un puñetazo sobre la superficie prístina de diez porcelanas orientales o para escupir en la cara impávida del olvido que nos acorrala y engulle. Lo leí porque ese cuento ya no existía, porque esa narración había sido descuartizada –y sería descuartizada– al igual que el pobre cuerpo de Rojas-Yorguantay. La lectura de la pieza lírica resultante de él no hubiera supuesto, en sí, un alarido veraz: ¡entregar un pedazo de páncreas o un trozo de glúteo a las autoridades no es lo mismo que materializar verbalmente la res extensa completa en todo su esplendor, borrosidad y neblina!

*       *       *

Con una sequedad que rozaba el más sincero escepticismo, Alcira espetó que el texto funcionaba como poema, que tenía imágenes muy impactantes, muy eficaces; pero que, como relato, le faltaba narratividad. Yo estuve de acuerdo: quizá por eso Rojas-Yorguantay lo trituró y metamorfoseó en una pequeña décima de irrisorias pretensiones. Cuando las proclamas alcíricas cesaron, hízose un nuevo silencio colectivo. Mientras Maite, Fernanda y Ana Carolina pensaban en el húmedo bollo de chocolate que chisporroteaba sobre la mesa, y el profesor apretaba con todas sus fuerzas un bolígrafo azul hasta hacerlo estallar entre sus dedazos, miré a Andrés –el más anciano de la reunión–, que se situaba frente a mí. En sus ojos vi la impaciencia del que quiere leer lo suyo, del que anhela dar a conocer una pizca de su hermética intimidad –ya muy esclerotizada– con el fin de intentar rejuvenecimientos ilusorios. La escritura era, para él, una herramienta comunicante: cuando leía sus textos un grave aluvión de memorias transitaba peligrosamente por aquel puente de cañas casi truncas de su voz, generando ruidos estruendosos de cacharros colisionantes de hojalata o chapa. Dicho aluvión se dirigía, obeso y plagado de polvos amarillos, hacia una concavidad recóndita dentro de nuestros cerebros: allí se alojaría hasta su inminente extinción, transformado todo ello por el caleidoscopio fantasmal de la monotonía, de lo ficticio. Por eso dije, con mucho ímpetu, que ya no quería seguir hablando del cuento de Rojas-Yorguantay: era demasiado ridículo según la celeste mirada cartonífera de Andrés (él también tenía razón). La soledad de aquel hombre estaba pidiendo paso y sentí una profunda tristeza al ver que mis compañeros, una vez más, empezaban a vomitar y a vomitar y a vomitar y a vomitar y a vomitar palabras recubiertas de cadmio y moscovio. Seguían emperrados –como hienas que añoran masticar las últimas vísceras disponibles de cualquier cervatillo pútrido– en analizar un relato plomizo que entrañaba, simplemente, una burda provocación.

*       *       *

En un espasmo muscular obsceno, agarré la hoja en que estaba mecanografiado el cuento del delito. Pensando en el troceado Rojas-Yorguantay, la cuarteé con furia. Ahora había cuatro fragmentaciones: 1) la que primeramente existía en su propio apellido –Rojas/Yorguantay–, pues era fruto genético de la mezcla de dos culturas a veces enfrentadas e incompatibles; 2) la que, en segundo término, realizó el autor ecuatoriano al corregir su propio relato; 3) la que, más tarde, llevó a cabo el asesino con la carne indefensa del escritor; y 4) la que, finalmente, yo ejecuté en el folio donde había impreso su texto. Ese exabrupto mío no surgió porque sí: se postulaba como el resultado –o materialización simbólica– de la censura que todos los compadres talleriles habían dirigido hacia aquella rarísima narración y, asimismo, como el efecto destructor que la protesta había inoculado en el objeto catalizador de aquella. La desmembración del folio se correspondía, por un lado, con el descuartizamiento del cuerpo de Rojas-Yorguantay; y por otro, con el descuartizamiento (ruptura) de la narratividad como principio vertebrador de una historia posible. Después de tal suceso, nos fuimos del local. Desgraciadamente Andrés no pudo leer, por mi culpa, lo que él quería. Más deprimido que enfadado tras conseguir –asumiendo cara a cara– todo lo que mi seso había planificado desde un principio, fui tirando los trocitos del folio por la acera de la calle Mallorca (Madrid, barrio de Lavapiés). Cuando desemboqué en la anchura peatonal de una avenida populosa, miré hacia atrás y vi cómo aquellos pedazos volátiles subían y se contorsionaban al compás de las ráfagas del aire, de la llovizna y del vertiginoso transcurrir de siglos, eras y evos. (Por cierto, como esto sucedió ayer, si te das prisa quizá puedas encontrar los fragmentos y llevártelos a tu casa: ¡corre, homo sedente! De igual modo, aquí te dejo un teléfono por si tienes alguna información que sea útil para esclarecer la violenta muerte de Jorge Daniel Quispe Rojas-Yorguantay: 625036550. Como ya he dicho, no voy a cesar en mi lucha contra la injusticia y el olvido cometidos. Mañana mismo iré a Sol con un megáfono y una pancarta bermeja. Quiero vociferar y deletrear el nombre del escritor a todo lo ancho de mis seis pulmones cancerígenos, aunque probablemente la gente se piense que soy un idiota, un esquizofrénico o un borracho –si te pasas por allí, seguro que me verás–. En fin… Muchas gracias por la atenta colaboración).

*       *       *

¡Ehh, CAMARADAS HOPLITAS contra los que luché al salir de aquel local literariamente PANOPLIADO, ¿me OÍS?; Ehhh, GUERRILLEROS DEL ABISMO que roísteis frenéticamente mis costillas dislocadas para extraer de ellas el zumo negro de la mentira, ¿me ESCUCHÁIS?, y de la yerma gloria! Espero que estas LETRAS no se os evaporen de los LÓBULOS frontales: J-O-R-G-E-R-O-J-A-S-Y-O-R-G-U-A-N-T-A-Y-J-O-R-G-E-R-O-J-A-S-Y-O-R-G-U-A-N-T-A-Y-J-O-R-G-E-K-I-L-Ó-M-E-T-R-O-S-P-Ú-R-P-U-R-A-S-R-O-J-A-S-Y-O-R-G-U-A-N-T-A-Y. Y hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre, dientes de león / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Vómito de sombras en toda tu jeta / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / P-Ú-R-P-U-R-A-S-J-O-R-G-E-R-O-J-A-S-Y-O-R-G-U-A-N-T-A-Y-J-O-R-G-E-R-O-J-A-S-Y-O-R-G-U-A-N-T-A-Y-K-I-L-Ó-M-E-T-R-O-S-J-O-R-G-E-P-Ú-R-P-U-R-A-S / Hasta siempre, tristes obispos bolcheviques / Hasta siempre / Hasta siempre / ¿¿¿¿¿¿El ÓXIDO se posó en mis textículos?????? / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre, luz que hierve sobre mis párpados / Hasta siempre / Hasta siempre, alcohol que está en la lluvia / Hasta siempre / Hasta siempre / Pollas de granito perforándote las córneas / Hasta siempre, escándalo de miel de los crepúsculos / Hasta siempre / Hasta siempre, agujas frías en mi corazón / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / Hasta siempre / ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Hasta siempre, xXHiJoS-d.E.l-DdUuLlCcEeHh-AaMmIiaAnNtToOhHXx!!!!!!!! / ≈((∞\α/*::֍•֍::*\ω/∞))≈ / ≈((∞\α/*::֍•֍::*\ω/∞))≈ / AD│Ø$… :)) / ._______[[[yeip]]]]]]]]]]]]]]]<[[[[[[[[[[[[[[[[noup]]________. //

D. G. L.

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