En este mismo lugar, hace ya más de un lustro…

Los recuerdos son graves, 
al igual que la inclinación de un pétalo
sobre mil dagas carnívoras.
LEV STANISLAVSKY

I

Creé este blog el 20 de julio del 2014, cuando contaba con catorce primaveras. Fluía en mí, entonces, una nueva y desbordante pasión: la acuciante poesía, la frenética poesía. Aquellos días estaban plagados de desconocimiento, de autocomplacencia melosa. El natural estupor no hollaba aún las cavidades de mis huesos: la actitud ante mí mismo era de exaltación inocente. Cada veintiséis horas –más o menos– aparecían metáforas manidas entre mis lóbulos frontales y yo sentía el deber de publicarlas aquí acaloradamente, esperando quizá que tal hecho –para mí mágico– propiciase cierta situación tantas noches soñada o la mera confirmación de mi absurdo talento. Hoy, por desgracia, noto que sólo es posible conocer los entresijos de los propios actos miserables –de nuestros propios actos, deshilvanados y obsoletos bajo el suave susurro de unos clics– cuando ya se han consumado, o lo que es peor, cuando ya han triunfado total y dionisíacamente en el riachuelo excrementicio de cualquier servidor web. Sin embargo, a pesar de su acabamiento, esos actos son para mí un universo detestable, ¡y qué universo! Los demás, en cambio, ni tan siquiera recuerdan esas frasezuelas: se dedicaron a pasear, de cuando en cuando, sus rostros áridos por sobre la superficie raída de aquellos versos, mas en ellos no hallaron sino un ridículo instante de ocio, una distracción banal que se tornaba deslucida y efímera al igual que el canto de un gorrión que se pierde entre las algas de algún gélido mar.

II

Lo advierto: voy a decirlo todo, absolutamente todo. Texto va: chinarros, ojos, labios, conejos, semáforos, cuadernos, poemas, cantos, peces, ladrillos, zurullos, adioses, coches, andamios, perfumes, setos, corchos, zumos, móviles, azufres, hierros, pronombres, sonetos, ñúes, romances, orines, cruasanes, vinagres, gorros, luceros, balones y tornillos arrastrados, absorbidos y desmembrados por las olas radiactivas de Saturno; y sobre todo ello, humos macizos y celestes y enfermos, medio difuminados a causa de los puñetazos del aire; y sobre todos vosotros, por último, hojas que se os posan en las córneas y os las abrasan como si fueran petróleos recién nacidos. Todo lo que hay, todo lo que hubo y todo lo que habrá en este anónimo espacio es, únicamente, eso: una querencia de dilapidar lo que no existe, una manifestación lingüística inútil –ah fanta virtual de aquellas tardes– o un intento de comunicación con el ayer a través de insultos y dulces alevosías que pretenden subsanar bochornos pretéritos. Por eso borré las 147 entradas que, desde 2014 a 2017, proliferaron en aquestos lares. Hace tiempo leí unas pocas –pues no quise sufrir un ictus–, descubriendo en ellas un viejo pensamiento enterrado: ¡mi yo adolescente creía que esos versos iban a perdurar!, ¡esos poemas trascenderían las paredes digitales del blog, claro que sí! Dentro de mil años, los papagayos recitarían sus salmódicas y afectadas palabras al igual que si entonaran, por ejemplo, un himno inmortal destinado a grabarse en pergamino y cuarcita. En nuestra juventud éramos, sí, como vikingos descubriendo Islandia o como pobres españoles que, con sed y cansancio, divisan absortos, a lo lejos, cincuenta chirimoyas maduras. En nuestra juventud estábamos develando, rápidos e intensos como balas, las ansias inanes de consagración; por ello, todo lo hacíamos para dicha empresa, pues cuando alguien prueba los manjares prometidos, acaba, al final, habitando la otredad: deja de introducir esa distancia necesaria –ese estruendo reglamentario– entre los quehaceres y los queanhelares. En definitiva, todo el torrente de esfuerzo desembocaba en la pura teleología, en el llegar a ser futuro y no en el estarse. Hoy se confirma, así, que fuimos seres trágicamente paratéticos, télicos y antiprocesuales. ¡Que vivan, pues, los trabajos de aspecto durativo!

III

Al igual que he dicho todo, quiero decir adiós. Los poemas que subí –hace ya seis o siete años– a esta parcela remota de internet, se despedían continuamente de una mujer que yo jamás había conocido, que jamás había llegado a consaberse a sí misma, que nunca arribó a los labios de cualesquiera persona, objeto o animal realmente existente. Esa mujer quimérica fue como este texto, aunque sé que ya no me hace falta explicitar dicha analogía. En consecuencia, extiendo ahora mis legumbres palabráticas por sobre tus pupilas de azogue y declaro adioses como pirámides sumergidas en el amianto y pronuncio la interjección «¡basta!» como se pronuncia «¡no!» ante cadáveres latentes e indefensos. Porque en el hoy, nos rodean cien tiburones de asfalto. Porque al igual que he dicho todo, quiero decir algo más: he concluido un puzzle. De ahí que, en este cálido enero, diga adiós, adiós… Me despido de aquellas perfectas desintegraciones. Fin.

D. G. L.

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