Sobre las supuestas campañas de “fomento de lectura”

I

Alberto Manguel, en Una historia de la lectura, dice que las campañas para fomentar nuestra afición son hipócritas porque al poder político no le interesa que la ciudadanía lea, pues esto produce un cuestionamiento instantáneo de la realidad. Tal afirmación (a pesar de que es muy lícita y necesaria la crítica a esas campañas) es completamente errónea: estamos ante un lugar común, un cliché conspiranoico o un argumento pobrísimo. Manguel pronuncia estas palabras como si la gente que lee se cuestionara las cosas de manera absolutamente racional y aséptica, y como si los lectores lograran extraer conclusiones acertadas y exentas (sobre todo exentas) de cualquier tipo de manipulación. Las campañas de lectura, en efecto, son hipócritas; pero no porque desde las élites se nos anime a un acto revolucionario, sino porque hipostatizan el hecho de leer sin tener en cuenta qué se lee o cómo se lee, y porque además, no van dirigidas frontalmente a la animación de la lectura, sino a la animación de compra de libros por parte del consumidor (que es algo muy diferente y del mismo modo lícito). Como vemos, lo que sostengo es que no son en realidad «campañas para fomentar la lectura», sino programas publicitarios (generados por el gobierno de turno, en connivencia con las editoriales) para que las mismas puedan vender sus mercancías y así se mantenga vivo ese sector tan precario, tan malogrado y tan desatendido: en palabras de Abelardo Linares, el gremio libresco «siempre está en crisis».

II

Según esas campañas (y este es el relato publicitario-irracional que subyace en ellas), el mero hecho de leer en sí mismo y para sí mismo es ya un acto virtuoso, pues es un acontecimiento de «cultura», y eso convierte al lector en un ser elevado intelectual y éticamente por sobre quienes no están interesados en los libros. Ese es el equívoco. Leer por leer no trae ningún beneficio, ni intelectual ni experiencial. El hecho de leer en su mismidad, desgajado del qué, del cómo, del para qué e incluso del cuándo (porque leer en el metro no es lo mismo que leer en el Retiro, o que leer en la Biblioteca Nacional, o que leer en la cama de tu casa), no es un acción que estimule la conciencia espiritual (a saber qué es eso) de nadie, y no digamos ya la inteligencia: ésta no se consigue deletreando grafías mentalmente como un autómata y obteniendo disfrute con ello, sino interpretando de una manera muy determinada libros muy determinados, y acompañándolo todo ello con unos conocimientos previos muy específicos, necesarios para la correcta comprensión de las obras manejadas.

D. G. L.

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