“Todos los cuerpos, el cuerpo”: entre el vértigo y la purificación

Tu cabello encanece entre 
mis manos y, como aguas silenciosas,
nos abandonan los recuerdos.
ANTONIO GAMONEDA

I

)0)_Hablar sobre la poesía de Jesús Pacheco es, también, hablar sobre una poesía que se ha abierto camino, a pesar de todo y de todos, en el fangoso mundo editorial español. Hablar sobre la poesía de Jesús Pacheco y sobre Todos los cuerpos, el cuerpo es, asimismo, como recibir un hálito perfumado de esperanza y de brío, como visionar una bandada de gorriones en medio de una batalla o como sorber un gélido refresco en un asfixiante día de julio. Aún recuerdo las conversaciones que, hace ya años, mantuve con él acerca del panorama poético actual: éramos dos adolescentes idealistas que disertaban sobre la irreversible decadencia del género, sobre su mercantilización reductora y empobrecedora y sobre los resquicios de nueva luz que, tarde o temprano, llegarían a nuestras oscuras orillas. Por eso me alegra tanto saber que el jurado del Premio Valparaíso de Poesía ha considerado, entre el ingente número de candidatos, a Todos los cuerpos, el cuerpo, de Jesús Pacheco, como justo vencedor de la séptima entrega del prestigioso galardón. Por eso me alegra saber que aún hoy, en medio de esta vorágine incesante de hiperconectividad absoluta, de relaciones hidropónicas, libros a la carta, diálogos vacuos e interacciones fugaces que pasan frente a nuestras vidas y nuestras mentes como un tren infinito e impasible de alta velocidad, casi ultrasónico; aún hoy, a día dieciocho de junio del dos mil veintidós, siglo veintiuno metacibernético, fulgurante y apariencial, existe un espacio reservado en las grandes editoriales para los que se toman en serio, y con total responsabilidad y amor, la creación poética: para aquellos que, entre la luz desgastada de su flexo y las sábanas raídas de sus camas, hallan en la lectura de poemas, o en su escritura, un momento de esparcimiento, quietud, silencio, imaginación y degustación del deseo a fuego lento, muy lento (como siempre ha de hacerse y como parece que, por desgracia, hemos olvidado).

II

*/–Después de las palabras iniciales desencadenadas por mi incontenible entusiasmo –pido perdón por ello, apelo a la benevolencia de quien leyere–, entremos ya en las vísceras de Todos los cuerpos, el cuerpo. El libro cuenta con veintiocho poemas divididos en doce apartados: los ocho primeros son monopoemáticos y cumplen la función de presentarnos, de manera gradual, el concepto sobre el que pivotan las aristas nematológicas del libro: la creación de un autorretrato que es, a la vez, espejo, rostro encarnado y materia verbal viviente (superposición significacional múltiple, como diría Bousoño). En los cuatro apartados restantes podemos observar varios grupos de composiciones: en ellas se concentra el desarrollo ideático del libro así como un abrupto corte entre las secuencias XI y XII. Dicha discontinuidad viene dada a través de la aparición de cuatro poemas (pp. 38-41) que ofrecen al lector diferentes rutas de interpretación, a modo de test, para todo lo leído hasta ese instante.

**//––La a) se centra en la reducción del cuerpo –y por consiguiente del autorretrato, del poemario y del espejo– a una mera entidad sufriente (una mera «herida en la carne») que padece en silencio las calamidades de su existencia pasada y no puede sino gritarlas y propugnarlas––//––La b) subraya la posibilidad de realizar un retrato clásico con todas las facciones y líneas bien dibujadas, pintadas y coloreadas como trasunto simbólico de una vida que se resigna al deseo y a la contemplación de la belleza posible––//––La c), por su parte, nos advierte del problema de la identidad, pues la misma se interpreta como una categoría deíctica –al igual que los nombres propios, carentes de significado– que señala hacia la propia corporeidad cárnica vacía del autor: por ello la identidad se vuelve mudable, líquida y camaleónica; por ello, además, existe la posibilidad de autoconstruirla mediante la selección o el rechazo de diferentes objetos relacionados con la belleza o la fealdad, con el deseo o la memoria: en definitiva, con la vida o la muerte––//––Por último, la ruta interpretativa d) ilumina el carácter mnemónico del espejo-poemario-retrato: según esta vía, la obra podría asemejarse a una recolección de recuerdos predispuestos a diluirse en el olvido, id est, a desaparecer, como todos nosotros, entre el polvo árido de los caminos y el asfalto ruidoso de las carreteras.

***///–––Llegamos así, tras una larga y dulce travesía, al apartado postrero, al número XII: en él están los poemas más metartísticos del libro. Aunque desde el inicio notamos que Todos los cuerpos, el cuerpo hunde sus raíces, evidentemente, en los fértiles campos de la metapoesía, en tal secuencia este rasgo se acentúa hasta el extremo. Es como si, una vez construido el autorretrato –o elegida nuestra ruta interpretativa–, hubiera la necesidad imperante de reflexionar sobre la naturaleza del mismo, sobre los motivos internos y externos que nos han conducido hacia esa cristalización pictórico-verbal y, también, sobre objetivos que nos hemos prefigurado antes de tal culminación. Leamos: «La construcción del autorretrato debe ser / como la construcción de una panadería blanca / o una estantería de juguetes caros, la construcción / debe comenzar por la belleza / toda una sintaxis regida por la belleza» (p. 46). De esta manera, Jesús Pacheco nos muestra la particular poética que ha seguido para confeccionar el libro: la exposición directa de la misma funciona como estrategia fundamentante, pues, a ojos del lector, la llamativa sintaxis reiterativa queda sustentada en la búsqueda de una armonía sonoro-musical simétrica para la prosodia de los versos. En las composiciones finales, además, se resaltan las ideas troncales que aparecen desde el primer poema. Esta repetición nos sirve para estudiar más nítidamente el contenido temático del poemario[1]. ((A continuación, explicaremos dicha nematología)).

III

*/–Analicemos los siguientes versos:

VIII

Un lienzo en blanco que ahora no es un lienzo en blanco
sino un paisaje y un autorretrato...
[...]
lo que ahora es pintura, una línea negra
algunas heridas invisibles, algunas flores blancas
que surgieron de la purificación...
[...]
dibujar una boca como quien explora
los marginales límites del dolor // las esquinas azules
de la carne; una boca de tiza, una boca de óleo
y que resbale // que se difumine cuidadosamente en el negro
que imagine un gris : : crear una sombra como se crean
los labios, herir la sombra debe inflamarse la carne
debe escocer el aire sobre el óleo rojizo...
[...]
Detrás de mí, una luz blanca
y en el espejo // y en el lienzo también una luz blanca
creo que es una ventana, creo que es una ventana blanca
un espejo que aún refleja la luz, una luz que aún refleja
la memoria, una memoria que es cuerpo // que es herida;
una herida: la casa arde porque arden las pérdidas[2], el corazón
es un espacio en blanco, un espacio en blanco colma
ahora el corazón

**//––El poema citado relata una situación muy concreta: el pintor-poeta se está enfrentando, con dificultad y dureza, a la plasmación plástica de sí mismo en el lienzo; el pintor-poeta está luchando contra la poderosa amalgama de colores, formas y significados que proliferan y se extienden por la superficie pulcra de tela o papel. El proceso dialéctico mediante el cual la imagen se materializa en el soporte externo atraviesa dos etapas: una primera caracterizada por el esbozo de trazos negros y grises plagados de «sombra» –que podemos identificar como el esbozo de todos los recuerdos negativos e hirientes que asedian al yo poético–, y un segundo momento donde la memoria positiva –relacionada, sobre todo, con los instantes de felicidad de la infancia–, se hace presente con los referentes simbolizados de la «ventana» o la «luz blanca». Es necesario destacar que el advenimiento de dicha memoria positiva siempre se efectúa después, y como consecuencia, de que la primera memoria –la negativa– haya sido plasmada en la blancura del lienzo. En este punto, es menester citar algunos versos de otras composiciones líricas: «El lienzo no es un lienzo como tampoco es un espejo / ¿qué es esta materia que en su palidez / recoge tantas formas || recoge la materia difunta / de mi cuerpo?» (p. 28), «ayer, en lo que hoy conozco como infancia / fui un niño clavado en la memoria[3]» (p. 37), «creo en la contemplación como la ascesis de la pobreza» (p. 53). Como vemos, parece que el autorretrato cumpliría una función muy concreta: recoger de manera visible, cual aljibe de pinturas que devela la única verdad del transcurrir del tiempo, todas y cada una de las estrías o marcas mortuorias que, poco a poco y silenciosamente, van surgiendo en el rostro del actante. Así, tanto la obra pictórica como la poética serían un recordatorio de que la existencia es efímera: de que tanto la carne como la nitidez viva de los recuerdos –ya sean buenos o malos– están condenadas a la más absoluta descomposición y desaparición.

***//–––Recordemos, pues, un género plástico muy recurrente en el Barroco: los vanitas. Recordemos esos cuadros donde calaveras y huesos amarillentos posaban junto a frutas maduras o podridas, junto a libros de canto kilométrico o junto a jóvenes desnudas con cuerpos paradisíacos. Quizá esos sean los mejores autorretratos: geometrías policromadas que advierten de la inminente finitud de lo físico, de lo palpable. Pero centrémonos en un aspecto intrínseco a dicho proceso: la purificación del ser. Observemos cómo en el segundo extracto de VIII aparece una referencia a tal mecanismo. A la vez, Jesús Pacheco vuelve a referirse a la purificación mencionando la «ascesis» (conjunto de prácticas de los ascetas con el fin de purgar el alma para sintonizarla con Dios) en el último poema del libro. Mientras que en El retrato de Dorian Gray la obra pintada por Basil Hallward envejecía –mas no Dorian– como símbolo de la corrupción espiritual inoculada en el protagonista por las dudosas directrices filosóficas de Lord Henry; en Todos los cuerpos, el cuerpo, el autorretrato y el yo poético envejecen a la vez, pero esa acción autodibujante ejerce un efecto purificador en tanto que libra a la psique del poeta-pintor de dos padecimientos: 1) el de saber que los recuerdos felices de infancia ya no se van a volver a repetir y 2) el de saber que, a pesar de sus intentos, la eliminación absoluta del dolor causado por la memoria negativa es imposible. Sin embargo, cuanto más ejerce dicha labor artística, el actante más se introduce en un bucle sin fin de mayor sufrimiento e insatisfacción: debido a la experiencia que otorga la práctica continuada descubre que la pintura, al igual que el lenguaje, es un espejo cóncavo y deformado; un cristal sucio que altera la naturaleza de todo lo que se refleja en él: «todo es una distorsión imposible cuando lo alcanza el pincel / cuando el óleo se desliza y vibra en los gestos […] / mirar la imposibilidad del hombre : : no existe / el alma» (p. 25). La purificación del ser se convierte en el deseo anhelado por el artista: hecho que no culmina del todo porque reflejar, tal cual es, la memoria, se torna en un hito imposible. La ontología distorsionante de las diferentes manifestaciones del arte impide la completa transitividad entre las pretensiones y querencias del poeta-pintor y su cuadro-poema, sumiéndolo en un estado de frustración y fracaso inevitable y definitivo.

****////––––Además, la exposición a tal problemática provoca que el yo poético se replantee los pilares de su propia identidad: si no se pueden plasmar los rasgos internos o externos que nos definen, ¿es la identidad una categoría artificial, transformable y cambiante que podemos alterar según nos convenga? En caso de aceptar esta tesis, las memorias negativa y positiva se podrían reconfigurar: así, tendríamos la capacidad de sustituir todos los elementos desagradables para que el autorretrato-espejo-poema fuera sólo un haz de luz, una reminiscencia cálida del estío, un conjunto de panaderías blancas o una estantería repleta de juguetes caros. La vía que acabamos de anunciar emerge en el final del libro: «la construcción del autorretrato debe quedar / como una sombra, como una sombra mutilada por la luz / como una gota que asciende en el cristal de un coche / y desaparece» (p. 47). Los amargos recuerdos se desvanecen: la poesía –y el arte en general–, como ya dijo Emil Staiger en Basics Concepts of Poetics, halla su fundamento y su esencia en la rememoración de los instantes pasados que, por su relevancia luminosa para con el desarrollo de nuestra existencia, son recreados placenteramente por el escritor. Por eso, en VIII, pasamos de «un lienzo en blanco» (v. 1) a «un espacio en blanco [que] colma / ahora el corazón» (vv. últ.): la blancura purificada y límpida se traslada desde el soporte artístico a la zona corpórea más íntima y vertebral del pintor-poeta, a la fuente central de su propia alma o vida: su corazón. He aquí, pues, el remedio: si en el autorretrato-espejo-poema no es posible reflejar, de guisa fidedigna, la propia identidad –conformada por diversos recuerdos– para asir la purificación, trabajemos para que el mismo sea la herramienta mediante la que modificamos nuestra identidad con el fin de purgarla, así, de las aristas desagradables y maliciosas.

IV

)0)_Ahondemos ahora en cuestiones sintáctico-rítmicas: «las mariposas, todas las mariposas / del mundo que brotan como el agua de las fuentes / cuando los cuerpos heridos, cuando los cuerpos / mutilados son la expresión del deseo y la quietud» (p. 35). En este fragmento observamos estructuras oracionales singulares: la repetición de idénticas cláusulas nominales o subordinadas imprime un ritmo cadencioso en la prosodia de los versos que equilibra los pies acentuales. Podemos decir, teniendo en cuenta este ejemplo y muchos otros más, que la sintaxis versual de Todos los cuerpos, el cuerpo es especular[4]. Del mismo modo, la nematología del libro se funda sobre la superposición significacional múltiple, ya señalada, del autorretrato como espejo, como poema y como cuerpo. Dicha especularidad oracional –en multitud de ocasiones se repiten versos enteros varias veces, o se incurre en cantidad de anáforas– hace que aparezcan epanadiplosis sintácticas que interpretamos como la cristalización lingüística de la obsesión del yo poético por purificar su ser a la vez que se angustia por la imposibilidad de llevarlo a cabo. El ritmo, por tanto, es cíclico, circular e iterativo: se refleja una y otra vez a sí mismo como si, por alguna razón, estuviera observándose en un espejo o autorretratándose sobre una madera lisa. Además, hemos de apuntar que la mayoría de poemas se han construido a través de la amplificatio verbal: observamos un número ingente de oraciones subordinadas o secundarias paralelas y escasos verbos principales (cuando los hay, suelen reiterarse también). Esta dinámica de construcción poemática, junto a la especularidad que todo lo invade –desde las ideas hasta la articulación de los versos–, es una de las mayores virtudes del poemario de Jesús Pacheco.

V

*/–Para concluir este artículo expondré tres aciertos que, a mi juicio, se dan en Todos los cuerpos, el cuerpo. En primer lugar, /1/ el libro de Jesús Pacheco no es una recolección antológica de poemas: hay un concepto estructurante detrás, al igual que lo había en El año de la grava, de J. Santatecla. Esta condición, ya enunciada por la patafísica y por el grupo Oulipo a mediados del siglo pasado (recordemos que afirmaron que no hay que escribir novelas o poemarios, sino libros de narrativa o poesía), es indispensable para la creación de poesía en el presente siglo: avanzamos hacia la totalización imbricada e inmediata del conocimiento –Google, Wikipedia…–, no hacia su fragmentación deshilvanada y difícil de consultar. Esto, como es natural, afecta a nuestra manera de hacer y concebir la literatura. En segundo lugar, //2// hay un solapamiento total entre forma y contenido. Tanto el plano nematológico como el tecnológico se compenetran de manera absoluta y constante: las ideas son reflejo de las formas, y las formas de las ideas. Tal circunstancia –muy difícil de conseguir– revela una de las características principales de la poesía y de la literatura: en dicha disciplina la forma significa, id est, no es un mero ripio o adorno carente de plano real; y asimismo, los contenidos también significan. En tercer lugar, ///3/// Todos los cuerpos, el cuerpo renueva el subgénero poético de la écfrasis, pues propone un acercamiento a las artes plásticas desde la poesía en tanto que el cuadro referenciado no existe en la realidad, sino que va surgiendo a medida que avanza el poemario. Estamos, por ello, ante una écfrasis invertida que ya se suma a recreaciones pictórico-poéticas inmortales como el soneto “Este que ves, engaño colorido”, de Sor Juana Inés de la Cruz.

**//––[[ADDENDA]]––Luis Bagué, en la sinopsis, dice que «Jesús Pacheco abandona con este libro el brumoso limbo de las promesas para instalarse en la tierra firme de las evidencias». Resalto esta aseveración porque pone de manifiesto dos de los principales prejuicios del lector de poesía, del editor y del crítico literario: 1) la idea de que un autor joven, que escribe con diecisiete años, no puede hacer sino libros menores que, tras un tiempo, se interpretarán como simples ejercicios poéticos; 2) así como la urgente necesidad de que exista un libro fundacional de la madurez del escritor para que éste, al fin, pueda dormir en paz. Los que hemos leído a Jesús Pacheco desde Antipoesía, cólera y realidades defectuosas, o incluso desde antes, sabemos que su literatura siempre ha sido una total evidencia y que siempre se ha asentado no sobre la tierra firme, sino sobre los pilares de una tradición letrada a la que ama, respeta y admira con fecunda generosidad. Animo a quien me leyere a que disfrute de este delicioso y especial poemario: sin duda, no le dejará indiferente.

_________________________

[1] No he mencionado que el poemario, estructuralmente, sigue, en sus primeras ocho partes (las monopoemáticas), la sucesión de Fibonacci: 1-2-3-5-8-13-21-34 (cada número corresponde al número de versos de cada poema). Luis Bagué, en la presentación en Murcia del libro, afirmó que esto no era lo más importante. Según él, lo capital es que los poemas van expandiéndose como por arborescencias geométricas.

[2] Arden las pérdidas es un poemario de Antonio Gamoneda publicado en 1993, después de que Libro del frío viera la luz. La intertextualidad puebla de manera abundante Todos los cuerpos, el cuerpo. También hay referencias a poetas como César Vallejo cuando se mencionan ciertos «cráneos de bronce» (p. 24), pues ese era el nombre inicial de Trilce. El mismo título, como es evidente, ya es un guiño a Cortázar. (Señalo algunas intertextualidades pero seguramente se me escapen muchas otras, ya que el autor es un ávido lector de Inger Christensen y yo no he tenido la oportunidad de acercarme a la poesía de la danesa).

[3] «Memoria», «luz» y «alma» –y todos los sustantivos que porten el color «blanco»–, en el presente libro, son términos ecualizados. Los tres remiten a lo mismo: el epicentro del arte y de la identidad.

[4] La especularidad también existe en los signos tipográficos empleados para ampliar los sintagmas nominales, añadir imágenes o transicionar a una nueva parte dentro del poema: (//) y (: :). Tanto las barras oblicuas como los dobles puntos hallan su homólogo frente a ellos como si miraran a un espejo. También sucede igual con la flecha hacia la derecha (→), pues ésta también nos remite a una especularidad entre dos secuencias de un mismo verso. Personalmente, dicho estilo sintáctico me ha recordado al de las novelas de Thomas Bernhard.

D. G. L.

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