Por qué, madre, ocurriría alguna vez
De dónde desdentado era feliz
Quién me tuvo al dolor sin ser tú
Cómo exigen acciones al que arrojaran
a este rincón seco y peligroso...
FERNANDO MERLO
I
He aquí un poemario insondable. El año de la grava, de J. Santatecla, se asemeja a un pozo colmado de nenúfares. Nosotros, aturdidos por el golpe estético de imágenes hermosísimas como «cortina de luciérnagas» (“1-1-1”) o «nubes de cobre ardiendo» (“2-3-1”), no podemos sino actuar como esforzados labriegos que sostienen la polea de la despensa acuífera; como trabajadores que, en los claroscuros presurosos de la edad, lanzan el cubo de hierro hacia las fértiles profundidades de sus significados. Los símbolos, visiones e imágenes visionarias –a nivel estilístico– y el cine –a nivel estructural– son los distinguidos protagonistas de un libro conceptual inagotable que se organiza mediante secuencias, escenas y tomas. Cada secuencia viene introducida por tres citas de diferentes autores –hecho que más tarde destacaremos–; cada escena, a su vez, por un texto en prosa poética; y cada toma, por tanto, se corresponde con cada poema en su concreción: tanto el poema como la toma constituyen unidades mínimas de expresión en los medios audiovisual y poético. Con este lúcido hallazgo, J. Santatecla fusiona armoniosamente sus dos pasiones más queridas –las películas y la literatura– dando paso a un curioso ejemplo de intermedialidad que singulariza el presente libro y amplía los límites del género al que se adscribe.
II
En una conversación privada, el autor me transmitió las siguientes palabras: «A nivel de ritmo, he jugado con versos de 7, 11 y 14 sílabas, alternando la silva italiana de verso blanco con los poemas en prosa (para el cambio de secuencia) y un soneto y una sextina. Quise jugar con estos cambios de estilo […] para fortalecer el concepto de búsqueda de la propia identidad que hay en el libro». Tales afirmaciones no son baladíes: la mayoría de los poemas están escritos desde un yo poético liminal, confuso y escindido[1] que intenta recuperar sus rasgos de identidad en medio de una fase existencial (la adultez) caracterizada por el desarraigo, la autoincomprensión y la incertidumbre metafísica hacia los propios orígenes. En dicho sentido, son relevantes estos versos: «Ante los ojos de quien no se ha descubierto […] / […] imagino el blanco de un sudario, / el auxilio imperfecto del aceite, el auxilio / de madre que mantiene en silencio la derrota[2]» (“1-2-2”). La progenitora, como uno de los elementos identitarios clave –quizá el más importante de todos–, se convierte en «auxilio» o «refugio» (léase “1-4-2”) ante los efectos despersonalizadores de la edad madura. Así, el yo poético siempre intentará retornar, física o mnemónicamente, a las personas o lugares de infancia –destacándose el mar y el parque entre ellos– donde su identidad perdida se manifieste de manera nítida, total y verdadera; mas nunca podrá asirla de nuevo. Dicho retorno, hilvanándolo con las declaraciones del poeta, también podemos verlo en los ritmos y metros que vertebran el libro: desde las anchas llanuras distorsionantes del verso libre se regresa a los endecasílabos, los heptasílabos y los alejandrinos de catorce –las secuencias rítmico-versuales más clásicas de la literatura española– como herramientas prosódicas que estructuran los poemas y, además, como nuevos elementos identitarios que, en tanto representativos de una infancia rítmica (metafórica) de la poesía, dotan de raíces genealógicas al corpus lírico.
III
Podemos decir que existe un sistema dual de símbolos en El año de la grava. Por un lado, tenemos los símbolos de la niñez (el mar, la luz, las flores, el estanque, la madre, etc.); y por otro, los de la adultez enajenada (los cristales, el tren, los espejos, la ciudad, el llanto, etc.). Teniendo estos campos isotópicos en cuenta, leamos la próxima composición:
2-1-3
La Identidad, a veces,
es un clavel recogido en el pelo
de la madre, un regato
con sus peces a flote,
la memoria que anuncia
–casi en silencio– los labios de junio.
A veces abate el cristal de un tren
que vuelve embosquecido a la polilla,
y en los ojos, el clavel de la madre.
Y en el ruido, este último arpegio
que despliega cigüeñas
sobre la partitura del estanque.
La identidad, a veces,
flor última entregada
a este hogar en el campo,
una corchea, el aplauso del musgo.
Como vemos, el poeta establece una conexión entre la «Identidad» y los recuerdos asociados a la naturaleza y a la madre: en ellos yace la semilla incorrupta de esa infancia que, a pesar de las agujas veloces del reloj, aún resiste, imperceptible para nosotros, en objetos, seres y situaciones de la cotidianidad. Quisiera destacar los siguientes versos: «A veces abate el cristal de un tren / que vuelve embosquecido a la polilla». Al recitarlos, notamos al instante su feliz extrañeza: nos encontramos con un sujeto abstracto (la Identidad) que «abate», id est, fulmina, mata o erradica al «cristal de un tren» (conglomerado simbólico que, en el plano real, ha de entenderse como “materialización de la adultez enajenada en relación a lo urbano”) porque «vuelve embosquecido a la polilla», esto es, porque regresa revestido de elementos naturales (bosque) a lo ya natural de por sí: el insecto del hogar (polilla). A través de la personificación de una idea abstracta (Identidad) y de la ficcionalización de sus acciones en un objeto físico (tren), Santatecla nos muestra la superioridad emotiva del recuerdo, de la niñez y del pasado frente a la fugacidad hueca del presente adulto en la medida en que los primeros son capaces de definir la génesis y aportar, por consiguiente, unas raíces sólidas a la persona para la construcción retrospectiva de su nombre o rostro olvidado en los espejos. Siempre la niñez, en términos de confección del yo más auténtico, derrotará al hoy maduro e incluso al hoy anciano: el deslumbramiento de los infantes ante el mundo ignoto que los rodea supone un hecho mágico e irrepetible que, a la larga, servirá para responder a una de la mayores preguntas de la Historia de la humanidad: ¿quiénes somos?
IV
Muchos son los aciertos de este poemario. Yo, con ánimos de que el lector se acerque a él para descubrirlos todos mientras se entusiasma con poesía de calidad, nombraré únicamente tres. /1/ En primer lugar, ya hemos hablado sobre la estructura especial del libro: nada más se puede decir sobre ello. A mi juicio, cumple con uno de los requisitos que han de seguir los poemarios del siglo veintiuno: la imbricación de fondo nematológico y forma estructural con el fin de producir un libro conceptual que rebase la manoseada idea de “antología de poemas mediante su temática”. //2// En segundo lugar, observamos una búsqueda constante del fenómeno visionario (según Carlos Bousoño) en cuanto a imágenes visionarias, símbolos y visiones: esto añade un importante valor estilístico, más allá de su disposición organizativa, a las composiciones líricas. (Negamos, pues, que El año de la grava sólo sea valioso por su estructura y por las lecturas previas del autor, como asegura en el prólogo Francisco José Sánchez). ///3/// En tercer lugar, la inclusión de unos agradecimientos al final del libro donde se mencionan numerosos poetas vivos y muertos, actuales y pasados, así como la inserción de múltiples citas de otros autores en el desarrollo poemático, demuestra que la teoría bloomiana de la «angustia de la influencia» es más bien un constructo teórico artificioso y no una realidad fehaciente. J. Santatecla reconoce con gran simpatía, generosidad y franqueza la filiación de sus versos: hecho que tiene que ver con la búsqueda de la identidad que se despliega en las páginas. Así, el joven autor expone un profundo amor por la poesía que sus maestros han creado a la vez que un infinito aprecio por la íntima persona de los mismos. El año de la grava es también un homenaje a los compañeros silenciosos de nuestra aventura letrada: esos que, entre el verso y la distancia insalvable de los años, han venido con tierna amistad a ofrecernos sus más honestos conocimientos.
V
[No leáis este epígrafe / es una regurgitación pastíchica de lo verseado en {El año de la grava]-[No leáis este epígrafe / camino sobre las mismas minas que ya le explotaron a mi bisabuelo hace más de ochenta años en la guerra]-[No leáis este epígrafe / ahora resuenan idénticas flautas en el mar acorralado de mi voz]-[No / No leáis este epígrafe No / No] // Me cuelgan cien columpios de los párpados / miradme / parezco un bisonte que gime sobre las praderas sinuosas de tu piel / tengo cien toboganes coloridos entre el páncreas y la yerta nostalgia de mis ancestros / mi corrosión se basa en observar abedules silvestres después de despiezar un gorrino / mi corrosión se basa en que ese gorrino habita mi rostro desde que me puse por primera vez una corbata negra / miradme / me han dicho que escupirle a los gusanos está mal porque ellos merecen también comer vivir reproducirse / me han dicho eso pero yo los veo sobre los huesos temblorosos de la Laika – pobre perrita mía – murió por un tumor cerebral / y qué hacer – puto cáncer / qué – puto cáncer – hacer qué sobre el agravio – sobre la sangre qué / nada – nada – nada de nada / sólo arrancad de cuajo vuestros pantaloncitos vaqueros – vuestros juguetes recostados sobre las laderas de los glaciares / nada nadita / sólo arrancad de cuajo la voz áspera de vuestro padre y el recuerdo de los galgos retozando dulcemente entre lunas y viñedos / nada nada / hoy sois una masa informe donde se cagan las palomas y los vencejos // ojos triturados – ojos triturados – ojos triturados // lágrimas de azufre – lágrimas de azufre – lágrimas de azufre //
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[1] El sujeto se halla escindido entre el recuerdo y el ahora, entre la niñez y la adultez, entre el nacimiento y la muerte. Esto le genera gran distorsión de identidad. Ya Quevedo, en su magnífico soneto “¡Ah de la vida”, y Antonio Gamoneda, en Descripción de la mentira, apuntan la cercanía que existe entre los bebés y los muertos: «En el hoy y mañana y ayer, junto / pañales y mortaja, y he quedado / presentes sucesiones de difunto» (Quevedo). J. Santatecla no ignora tales ideas de la poesía canónica española. Además, emplea el símbolo del sapo o del anfibio (animal que puede habitar en la tierra y el agua) como ejemplo del hombre adulto y niño al unísono.
[2] En estos versos se aprecia la idea de que la muerte es un camino de retorno más hacia los rasgos constructores de identidad. La misma idea se repetirá, al final del libro, en “3-2-1”: «Eres muy semejante a las estatuas, / las sílabas palpitan en tus labios / con una quietud de lumbre, imposible / de blindar, y tú lo haces / erguido sobre el pulso de la piedra».
D. G. L.