Mvτazyønεs (II): “La colmena” transdeformada

En el Madrid de los cuarenta, 
todo era suciedad y persecución.
PEDRO ANTÚNEZ

I

No quiere hacerlo. Pero hay un imán en los pechos lúbricos de esa señorona. Don Paulo activa el reojo disimulado y todos sus huesos crujientes, todos sus endurecidos músculos y nervios, giran a la vez trabajosamente, chirriantes, hasta que, por fin, apuntan hacia aquella emanación de dunas cárnicas por encima de una tela acolchada y blancuzca. Las fibras resecas de los ojos de Don Paulo retumban en el fondo de sus concavidades craneanas y parecen estirarse hasta extremos inverosímiles con tal de vencer su cochambrosa miopía. Así, el putero accede a la imagen seminítida de esos dos buñuelos sudorosos de nata. Aunque todo terminó hace meses, él no puede olvidar aquella noche de invierno junto a Tina, la señorona de mamas protuberantes. Ella, si nos despojamos de todas las habladurías de la taberna, es realmente una buena persona, además de una prostituta dócil y complaciente. Muchas veces dicha mansedumbre obnubila a Don Paulo a la vez que le saca de sus trastornados quicios, pues para él no hay nada más absurdo que un sí unívoco que evita enfrentarse a la duda silenciada del no, o del quizás, o del acaso; y nada hay más estimulante que tener frente a él un campo trémulo de gemidos hiperbólicos que prefiguran la presunta virilidad de un acompañante más que fenecido, o en el mejor de los casos, más que menoscabado: y todo ello a su merced. Por fuera, Don Paulo finge despreciar a Tina y la llama «perra sarnuda» y «pulgosa del diablo». Por dentro, una miel de nostalgia y anhelo indescifrables le recorre las venas del prepucio. Cuando llega a ínsulas blandas, el macho susurra en voz inaudible: no es el coito fugaz ni el pozo gelatinoso entre sus piernas, sino el bombeo desmesurado del corazón, que se acciona por error de cálculo somático y no por verdadera fructificación del sueño de identidad en el ajeno ser. Después se olvida de sí mismo y también de Tina: el desgraciado piensa fugazmente en suicidarse mañana o pasado. Incluso se le pasa por la testa que, si hubiera podido, habría descerrajado, con mucho gusto, un tiro de pistola en aquel par de pechos floridos, los de la mujer caleidoscópica para su mirar. Don Paulo es así: un canalla con aliento de sumidero. Un hipopótamo de río vaga por el Sáhara. // Página 95 //

II

Don Marcos del Vegán miró las sábanas con terror: estaban dobladas encima de la cama de forma extrañísima. Tan rara era esa disposición que, asustado, el hombre casi sale corriendo al rellano del edificio para pedir ayuda salvajemente a la Guardia Civil o a cualquiera que pasase por la acera. Se preguntó, entonces, quién había realizado ese vil y macabro acto con sus pobres telares durmientes, queridos por él y por toda su familia al completo, pero ultrajados a fin de cuentas por vete tú a saber qué mente ardorosa. Como ese día Don Marcos llegaba muy extenuado de trabajar, hizo todo lo posible para olvidar el terror: pretendía estar descansado a la mañana próxima por si salía bien el tejemaneje que le había encasquetado a la pobre Romina. Según le habían contado, el joven que iba a empezar a trabajar en su tienda cobrando tres míseras pesetas a la semana, no era cuñado de María, una dependienta siempre muy arreglada y con ligeros ropajes provocativos que afanaba en la tipografía El Berraco, de la calle Mataconsuelos, sino el hijo de un pobre sepulturero de Cádiz que había emigrado a la capital. No sabía por qué ese muchacho, del que no recordaba ni el nombre, le había mentido en tal cosa. El cerebro de Don Marcos se dispuso a zigzaguear entre las anteriores cuestiones durante toda la noche: ya no sentía terror, pero sí notaba cómo la carótida se le hinchaba y deshinchaba enormemente bajo la piel, bum-bum, bum-bum, como si, por alguna desconocida razón, tuviera ahí dentro un globo aerostático averiado. Por ello, se le posó en los párpados el insomnio más insufrible. A las nueve de la mañana próxima, la maltrecha Romina fue a la casa del hombre y le dijo que el encargo no había salido. Él, imperial y solemne, con las córneas de los ojos llenas de varices rojísimas a punto de reventar, asestó un tremendo bofetón sonoro a la pobre muchacha, que cayó inconsciente al suelo como la pluma de un colibrí tiroteado. Nunca más volvió a ver a María. Tampoco vio más a Romina, ni a aquel pálido joven. Sin embargo, sí que pudo dormir con acierto durante unos cuantos meses más. Y luego, volvió de nuevo a las andadas. // Página 267 //

D. G. L.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: