Mvτazyønεs (I): “El Buscón” transdeformado

Cuatro pedos nutren mi estómago, 
tan vacío como el alma del alabastro.
CRISTINA MALDONADO

I

Íbamos desvergonzados y calientes en nuestras caravanas infinitas de cartón, aunque me remordía el hipocampo el lugar que dejábamos atrás tan poco misericordes. Quien vive de tripas horras siempre está huyendo hacia los volcanes: yo me iba resignando a no comer ya más con Paco y Yoli, cada mañana, a las ocho en punto, café y torrijas mezcladas al azúcar, leche condensada en tubos de cubata. Ya no serían más aquellos manjares entre mis mofletes áridos. Llegamos con esto a la A-73, donde un autobús de pensionistas adelantaba con velocidad de proyectil a los demás coches ensimismados en sus angostos carriles. Asomábase por la ventanilla un viejo de frente tostada, y con aquel tétrico mirar se tropezaron mis pupilas compungidas por el adiós inerte; mas al instante giré, debido a mi pudor insoportable, el pescuezo desternillado (cuya delgadez, en aquellos años, se parecía a la de las cánulas de las zambombas) como si mis esternocleidomastoideos hubieran visto un extraterrestre desde el quieto parabrisas: miré con tanto ahínco aquel maldito cartel alejado en lo alto de nuestras cabezas, que casi mi potencia ocular hace que se precipite encima de nuestros capós, provocando una catástrofe. Así he de contemplar mi error de hurtos y mentiras, me dije; mi error de desaparecer dineros y tartas de las neveras de ajenos; y me sentía como enclaustrado en un bodegón barroco de los que están en el Museo del Prado: todo lo que engulliría, a partir de ahora, sería nada más que pintura y aire compactados y estériles. Nosotros, que íbamos haciendo una ruta sin observar nuestro rumbo orbital, que sólo necesitábamos el calor de la piedra pómez, el karma lo quiso, dimos con una estación de servicios muy sofisticada y tranquila. En ese momento comenzó a nevar histéricamente. Alejo quiso defecar sobre la nieve para decir «aquí, pan con chocolate, si gustan». El restaurante del recinto se llamaba «Flechilla», y de manera triste e inesperada su regente era un amigo mío de niñez. Al entrar y reconocer el otro mis grietas madibulares, vino hacia mí con más botellines que una barrica gorda sin descargar, inflada por un compresor desmesurado de aire; y tantas tapas de tocino proliferaban en los alrededores de sus manos que, incluso, hasta manábanle por debajo de la roña de sus uñas mohosas. Arremetió contra mí como un búfalo a punto de copular después de no conocer hembra durante setenta meses (según él, me echaba mucho de menos), y yo le abracé con extrañeza. Preguntóme que cómo estaba. Yo le dije que jamás volvería al barrio, y se le desencajaron las muelas una por una, que con estrépito se le cayeron al suelo. // Página 100 //

II

En fin, que siempre me visitaba aquella gata cuyo nombre era tan rocambolesco como el de una marquesa del siglo dieciocho. Su dueño la denominó Alonsa Alardiel de Zéncula; y el primero, en cambio, se llamaba Mochino. Aquel animal me quería de manera pura porque le daba de comer anchoas con grasa de puerco y porque, enternecido por el ameno ocio, yo era como su peón de juegos y escaladas imposibles. Alonsa Alardiel erizaba los bigotes cuando el rocío, y la olor de mi generosa comida, aterrizaban en ellos. Sabía que mi menú era mejor que el proporcionado por Mochino. A veces, cuando yo no tenía más hambre, dábale todo lo que me sobraba por no tirarlo por la ventana de mi casa hacia la calle. Una vez lo hice, y le di con la mierda en todo el cráneo a un niño tonto que molestaba en el colegio a mi hermanita: se conoce que, en ese momento, el pelele caminaba en distracción por la acera de enfrente. Además, comprábale yo collarcitos a Alonsa Alardiel, y estampitas que se las metía por entre las orejas; enseñábale a cazar ratones y ratas y una vez quise que toreara a un buey muy viejo del vecindario, pero casi sale corneada, la muy patosa. Los dos nos entreteníamos mucho. Así que, los más días, Mochino, enfadado y celoso, viendo cuánto le divertía mi presencia a su afable mascota, me rogaba que por favor no la malcriase de tal guisa. Sin embargo, yo le aseguraba que nada pasaba, que era mi comadre, y no una consentida. Una vez me desperté por la noche muy sobresaltado: sentí algo atroz en la yugular. Al día siguiente supe de las duras navajas mochinas en la acendrada carne de todos los débiles. No volví a salir de mi casa más ya. Abandoné el mundo. // Página 15 //

D. G. L.

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