Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
GARCILASO
I
Hace ochenta y tres años un profesor me invitó a un portentoso recital de poesía que se iba a celebrar en el centro cultural Casa de Vacas (ubicado en el parque del Retiro, Madrid). Al evento acudirían poetas y escritores de todas las nacionalidades imaginables e inimaginables: desde chinos, ucranianos o rusos, hasta uruguayos o estadounidenses pasando por egipcios, franceses y eslovacos. Yo, abrumado aún por una concepción idealista de la poesía o de las artes –heredada de mis lacrimosas lecturas borgianas–, me presenté allí con algunos compañeros del curso cuyos nombres yacen en el olvido. A partir de ese instante, el golpetazo fue reverencial e inaguantable a la par que continuo, epifánico y eterno. De los labios de aquella gente sólo salían lagartos, bocinas rotas y máquinas quitanieves de la era presoviética. Tanto es así que un poeta peruano leyó un poema larguísimo, kilométrico, en el que postulaba con mucha vehemencia y solemnidad que el orbe entero era poesía: «¡Todo es poesía! / ¡Porque la luz es poesía, y el agua es poesía, y las liendres de mi cabeza poesía son! / ¡Y también mis chinches genitales son poemas! / ¡Y las balas, y la sangre, y las tripas de un cordero humano! / ¡Todo es poesía, / todo!». De esa ingrata experiencia salí vivo y entero; aunque sin duda, algo se me removió por el interior de los intestinos y tuve que ir, corriendo como un avestruz con almorranas, a la maravillosa tronera lírica de mi piso. Más tarde, tiré gustosamente de la cadena. (Nadie crea, bajo ninguna circunstancia, que hay sorna o gracia en lo que narro: hace décadas que llevan atormentándome las memorias del evento y la ulterior descarga furtiva de endecasílabos pestilentes…) ¡Pero hoy, señores, he leído a Enrique Lihn! Y declaro –al igual que él– que la realidad, en ningún caso, puede reducirse a la mera poesía. Esta tesis subyace en toda su obra, y me complace mucho saberlo a pesar de que a ustedes les suden los cojones el moscovio y sus derivados. En las composiciones del poeta chileno existe una incesante vocación autorreferencial y autorreflexiva que, a posteriori, desemboca en el metadiscurso y en la crítica mordaz hacia la propia labor literaria. ¡ALLELVIA: SOLIPSISMVS AVCTORVM DENIQVE EVANESCET! Recuerdo que, a menudo, Gustavo Bueno contaba una anécdota similar: a principios de los años sesenta, Severo Ochoa –recién galardonado con el Nobel– dio una conferencia en la que afirmaba ciegamente que todo era química. Al concluir la misma, Bueno, con su torso corpulento y rectangular, con sus hombros alzados hasta la mitad cerosa de sus puntiagudas orejas, se acercó a él y le espetó: muy bien, entonces, si todo es química, ¿los enlaces sintácticos entre estas dos palabras –el filósofo señaló a la página de un libro que tenía en las manos– son iónicos o covalentes? Hízose el silencio en la boca del científico.
II
Cuando alguien posee una fe inquebrantable y melosa, un amor desorbitado por aquello que hace o por aquello en lo que trabaja y es su sino, suele incurrir en un reduccionismo monista de la materia ontológico-general, cayendo así en un error de categorización filosófica (¿complejo de Narciso?). Es evidente que no todo es poesía y que no todo es química, y eso Enrique Lihn lo sabía. Su lucidez consiste en observarse a sí mismo –y a los literatos en general– como desde las profundidades de una garganta oscura: arriba ríen y afanan los amantes del vicio –entre los que él se halla desconfiado, al acecho–; arriba declaman largos sermones, sonetillos u octavas reales de cualquier índole y creen estar haciendo cosas importantísimas que trascenderán los siglos, los milenios y las eras; mas ignoran que, de un momento a otro, su brío ha de concluir: una navaja de azufre vendrá, les rajará la carótida y se despeñarán como diminutos guijarros por las grietas afiladas del abismo. Mientras, Lihn los observará con absoluto desdén: desangrados y ridículos, llegarán a la negrura que él habita desde el comienzo, acaso ya convertida en cálido hogar. Por eso vemos una potente diatriba en los siguientes extractos: «Ocio increíble del que somos capaces, perdónennos / los trabajadores de este mundo […] / pero es tan necesario vegetar» (vid. “Mester de juglaría”); «Pero escribí: tuve esa certeza, / la ilusión de tener un mundo entre las manos / –¡qué ilusión más perfecta! Como un cristo barroco / con toda su crueldad innecesaria–» (vid. “Porque escribí”). En el primer fragmento observamos una denuncia ética, por parte del yo poético, hacia la esterilidad productiva que implica su oficio; sin embargo, hay igualmente una asunción –paradójica, irónica y resignada– de dicha esclerotizante inutilidad: a los poetas les urge «vegetar» para vivir, necesitan esa nadería social-parasitista a la que les aboca su destino letrado, pues están, de manera casi vergonzante o furtiva, condenados a la inexistencia si no articulan varias tiradas de versos, o si no vomitan su especialísima verborrea particular. En el segundo fragmento apreciamos un sintagma clave: «crueldad innecesaria». El «cristo barroco» entraña tal tipo de crudeza porque –desde la nematología lihneana– toda proliferación de retórica es siempre una repetición vacua e hiperbólica de la realidad: la pirotecnia del lenguaje –en definitiva, su impostura mimética– hace que los elementos artísticos sean ética y estéticamente inferiores a los sucesos operatorios. Debido a eso, en “La estancia oscura” se nos ofrece la totalidad de los contenidos significacionales de los símbolos (la «rueda», las «orejas rojas», etc.): así, Lihn intenta destruir las máscaras imposibilitantes de la lírica. Después, en “La musiquilla de las pobres esferas”, el bardo santiaguino alza la voz contra sus propios congéneres para que «[vuelvan] a la tierra», id est, para que se desprendan de los delirios de la imaginación y de la retórica; pero su lucha camina, inexorablemente, hacia el fracaso: la losa de la inanidad (determinismo pesimista) se posa perpetua por sobre los escritores. El vacío-vicio-vacío es, como Borges y Bolaño anticiparon, la única meta. Dentro de este contexto emerge Rimbaud, elevado a modelo eticostético paradigmático e inalcanzable: «Pero en definitiva él botó esta basura / su sombrero feroz en el bosque» (vid. “Rimbaud”). Un hombre pasa con un pan al hombro: ¿cómo hablar del no-yo sin dar un grito? (escribiría Vallejo). ¿Quién encuentra dulzura en escupirse en sus propias venas; en escupirse en sus propios labios, hechos de una nada temblorosa que desconoce su verdadero final? (escriben mis pulgares ausentes).
III
El poeta es un ser escindido entre el sueño y el desengaño; el poeta es un individuo que, a la vez que se extenúa en los avatares de su inocencia infantil para con el mundo, prueba las hieles de la fatalidad y del sufrimiento. La tensión generada por dicha polaridad cristaliza en la fútil emanación de poemas y palabras. En la estrofa final de “La estancia oscura” nos encontramos con esta idea lihneana: «Pero una parte de mí no ha girado a compás de la rueda, a favor de la corriente. / Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas / dulcemente abrumado de imposibles presagios». El «fantasma», como ente liminal que aúna dentro de sí la muerte y la vida, constituye el trasunto ficcional del ser que experimenta la comentada escisión. ¿Y qué es la poesía? Oigamos lo que Lihn nos dice: «Todos los que sirvieron y los que fueron servidos / digo que pasarán porque escribí / y hacerlo significa trabajar con la muerte / codo a codo, robarle unos cuantos secretos» (vid. “Porque escribí”). Aquí, el poeta chileno coincide con Antonio Gamoneda. Para el leonés, su obra puede resumirse en una escueta frase: «el arte de la memoria en perspectiva de la muerte». Lihn agarra de la mano al autor de Descripción de la mentira: ambos jamás se conocieron, pero creen que es hermoso pensar en la literatura como en un τέλος total, insalvable y omnipotente. Creen que es hermoso pensar en la literatura como en un artefacto que advierte y presagia el fin de lo corpóreo y de lo psicológico (digo psicológico, no espiritual), a la vez que nos adelanta la caducidad de sí mismo, pues no es otra cosa que una emanación vacía-viciada-vacía de todo lo anterior. Es hermoso pensar en la literatura –y, más concretamente, en la poesía– como en una megamanifestación del tópico bíblico y barroco del vanitas vanitatis: acercarse a los poemas de Lihn es como acercarse a Triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo; acercarse a los poemas de Lihn es como acercarse a Alegoría de la vanidad, de Antonio de Pereda; acercarse a los poemas de Lihn es como acercarse a Todo es vanidad, de Charles Allan Gilbert; acercarse a los poemas de Lihn es como acercarse a las brutales películas de Leatherface; acercarse a los poemas de Lihn es como acercarse al cuerpo desollado de una liebre cuya sangre cálida aún gotea, y dejar después que esa sangre se nos enfríe sobre los párpados. En tiempos de guerra y de vorágine sin nombre, en tiempos de masacre sin reserva ni misericordia, yo he leído la poesía de Enrique Lihn y ha sido como enfrentarse a un espejo fucsia lleno de barro y de colibríes muertos. Ernesto Castro dice que, a causa de los nuevos modos y medios de comunicación pertenecientes a la web 2.0, vivimos en una suerte de burbuja neoconductista instatiktokera. Yo escucho a Ernesto Castro, asiento, y, al instante, rompo las burbujas, los vidrios, las pantallas: pienso en la facilidad con que un machete se introduce –limpio y sin contemplaciones, como atravesando las débiles espumas de un riachuelo– en el lomo de los corderillos, o en el costado desnudo de los hombres desgraciados. Lihn blande ahora ese machete; Lihn me lo acaba de clavar en la mitad del esternón; Lihn es el poeta que nos ajusticia: «y ajusticié también a unos pocos lectores [y asimismo a muchos escribientes]». La poesía se origina en el silencio, se compone de silencio y se dirige hacia el silencio: Timérico Estrabón dixit. De mi boca ya salen borbotones de sangre y de babas; Lihn retira el machete que me acaba de hundir hasta la médula: en su punta se mece una pequeña gota de mi estúpida sangre, de mi desmesurada agonía. Lihn da veintidós pasos hacia atrás: ahora sonríe bajo inmensas cascadas de azufre. Lihn alza los brazos hacia lo más profundo del suelo: Lihn, en un remanso de tranquilidad y placer incomparables, se desvanece, finalmente, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo…
D. G. L.
2 respuestas a “Enrique Lihn contra sí mismo (¿y contra el mundo?)”
Tu ensayo es muy poético!!! Ahora me siento “viva y entera”. Tu narración inicial es muy divertida, me atrajo mucho para seguir leyendo los siguientes párrafos. Tus letras tienen un poder misterioso e inexplicable, que me hace entender qué es el verdadero arte del lenguaje. Gracias por compartir, Diego, ahora tengo muchas ganas de leer y estudiar, y por supuesto también ampliar mi vocabulario en español.
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Muchísimas gracias por leerlo y por tus cálidas palabras. ¡El aprendizaje es siempre mutuo! (:
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